Los mundos de Wayra

11 de mayo de 2009

LA NEUROSIS: un pesado arnés



¿Qué es un neurótico?

Una persona neurótica –y todos lo somos en mayor o menor medida- es, simplemente, una persona que sufre. El concepto “neurosis” es sinónimo de “dolor emocional excesivo”, con las secuelas conductuales correspondientes. Este dolor puede manifestarse de muchas maneras -ansiedad, depresión, fobias, agresividad, hiperactividad, celos, dependencias, obsesiones, miedos, etc.,- pero, en general todas ellas pueden remitirse a un origen común. ¿Cuál es este origen? ¿Qué es la neurosis y como se cura?

El neurótico es casi siempre un niño. No solamente un niño, por supuesto, ya que también posee muchos aspectos adultos. Pero la intensidad de su neurosis tiende a ser proporcional a su grado, digamos, de “infantilismo”. Al neurótico se le paró el reloj, vive atrapado en el tiempo. Con independencia de cuál sea su edad cronológica, su edad emocional nunca pasa de 2, 3, 5 o, como mucho, 15 años. Este infantilismo es la causa de un choque brutal, de una gran inadaptación a la realidad, de lo que resultan su dolor y sus síntomas neuróticos. (No debemos confundir el infantilismo del neurótico con el “niño interior” que todos llevamos dentro. El niño interior es el fondo infantil que refresca y enriquece nuestra personalidad madura, mientras que el infantilismo neurótico bloquea e impide la maduración del sujeto. El neurótico es, de hecho, un niño que se niega a crecer).

Cada síntoma neurótico, por raro que sea, es un escudo. Cada escudo se entreteje con otros hasta formar una sólida coraza mediante la que el neurótico se defiende no ya de las heridas recibidas en su infancia, sino -por extensión- de la vida entera. Y, así, desde ese búnker el neurótico se resiste a afrontar la realidad adulta, Es verdad que una parte de él quiere indudablemente curarse, dejar de sufrir, crecer, ser feliz. Pero su lado infantil, más poderoso, se siente enormemente cómodo y seguro en su perezoso nido de hábitos y defensas de “toda la vida” y, como además sus sufrimientos lo han vuelto desconfiado, sus miedos refuerzan su parálisis. Y, para colmo, teme que si efectivamente llegara a cambiar y curarse dejaría quizá de reconocerse a sí mismo, de ser "él mismo" ¡con lo mucho que le ha costado construirse su personalidad, aunque sea tan doliente! Algunos neuróticos llegan al extremo de idealizar su neurosis, de
enorgullecerse de sus sufrimientos, para no tener que desprenderse de su inmadurez.



¿Cuál es el terror supremo del neurótico? ¿Qué miedo fundamental oculta en su caja de Pandora este niño asustado, refugiado bajo capas y más capas de síntomas (ansiedad, tristeza, adicciones etc,)? Su horror básico es descubrir que realmente está solo en el mundo, que sus apegos familiares están envenenados, que en cierto modo fue siempre un huérfano, que su vida entera está llena de mentiras y en última instancia es un fracaso, que nadie podrá salvarlo jamás. Siente pánico a sufrir este terrible desengaño (que intuye oscuramente), a perder para siempre su última ilusión de ser amado incondicionalmente como un niño, a admitir que ya no lo es y que resulta inútil —y patético— seguir soñándolo. Pues la más terrible y abrasadora verdad es ésta: el tren de su infancia pasó para siempre.

La neurosis nace, en efecto, de la terrible nostalgia por una infancia fallida y, en consecuencia, la búsqueda continua, inconsciente e insaciable de una segunda oportunidad. ¡Vana fantasía! Para eludir este drama, el niño aterrado inventa en su refugio toda clase de estratagemas: olvida o se aferra al pasado, deforma su memoria, idealiza a la familia, se culpabiliza, finge perdonar, duda del psicoterapeuta, se enamora del psicoterapeuta, viaja compulsivamente, se refugia en la promiscuidad, trabaja hasta el agotamiento etc. Pero el tiempo no perdona y la añorada felicidad no llega.

¿En que consiste la curación de la neurosis? La respuesta se desprende de lo dicho más arriba: si la neurosis es el apego a una infancia ya perdida y el consiguiente -e imposible- anhelo de revivirla en el presente, entonces curarse es despertar a la cruda verdad, descubrir la locura de semejante intento, reconocer y aprender a convivir con la certeza de que nadie podrá ser jamás nuestro salvador y que, por tanto, sólo nosotros podemos -y debemos- asumir el peso de nuestra soledad, de nuestra existencia, de nuestro destino. Con la ayuda y compañía de muchas personas, desde luego, pero fundamentalmente solos y autónomos. Para conseguirlo, habrá que llorar hasta la última lágrima, gritar hasta la última rabia, liberarse de los principales apegos y resistencias infantiles. Se trata de algo muy parecido a una ‘deshabituación”, al destete final de todas las nostalgias inútiles, al definitivo re-nacimiento a la vida presente y la inauguración de la etapa adulta.

¿Para qué sirve la neurosis?

Para entender a fondo y curar la neurosis no basta con desenmascarar sus causas, también debemos descubrir sus finalidades inconscientes, pues por increíble que parezca, toda neurosis proporciona al sujeto no sólo una defensa, sino también alguna clase de ventaja, de beneficio secundario, que refuerza la continuidad del trastorno. Esto es muy importante, pues obviamente ningún estado psicológico, ni sano ni patológico, puede prolongarse si no ofrece al sujeto alguna clase de ventaja adaptativa respecto a otros estados posibles. Esta ventaja ayuda a reforzar unas conductas y no otras. Por tanto, el beneficio secundario de la neurosis constituye un verdadero propósito o finalidad de la misma. Y la neurosis resulta inesperada y paradójicamente no sólo un problema, sino también un intento inconsciente de “solución”, una estrategia adaptativa del sujeto para lograr determinados objetivos.

¿Cuál es la finalidad de la neurosis? Tal como sucede, por ejemplo, con el “chantaje emocional”, el neurótico intenta satisfacer mediante su “enfermedad” una parte de las necesidades cuya frustración precisamente lo “enfermó”. Por ejemplo, el estrés y las insatisfacciones producen molestias psicosomáticas, pero dichas molestias son también una forma de recuperar cierto control sobre el entorno y conseguir que se preocupen de uno. La rabia tragada puede producir obsesiones o deseos de suicidio, pero éstos son a su vez formas de atormentar y vengarse de los demás, etc. En resumen, toda neurosis es la expresión de un conflicto interno pero, a la vez, es también un intento -parcial, disimulado, ineficaz- de resolver dicho conflicto.

Pongamos otro ejemplo. Una persona que no ha sido querida se refugia profundamente en sí misma y la llamamos “narcisista” pero fijémonos en que su narcisismo, la supuesta enfermedad, es en realidad un mal menor, un genuino esfuerzo solucionador del doloroso problema: la soledad. Ahora bien, ¿en qué condiciones dicho narcisismo se curará, o no?
Evidentemente, mientras al sujeto le convenga seguir encerrado en sí mismo -por pereza, o para mejor explotar

Evidentemente, mientras al sujeto le convenga seguir encerrado en sí mismo -por pereza, o para mejor explotar a los demás, o para no enfrentarse a las incomodidades de la vida, o para seguir disfrutando de los privilegios infantiles, etc,- el narcisista no se curará, ¿por qué iba a hacerlo, mientras su estrategia siga funcionándole? En cambio, si por distintas circunstancias su truco neurótico deja de ser eficiente y él toca fondo en su dolor, sólo entonces comenzará a abandonarlo.

De modo que toda neurosis es, en lo inconsciente, un truco, una maniobra, una elección. En otras palabras: ¡la supuesta enfermedad no es tal! En este contexto, tampoco existe lo “crónico” ni lo “incurable”. El sujeto que dice que “no puede” superar su neurosis sólo es un pillo que tiene secreta y exactamente lo que desea, a lo que se aferra con todo el poder de su intuición, su hábito y sus intereses inconscientes. No es que no pueda curarse, o que su caso sea “grave”, o que carezca de “Fuerza de voluntad”, etc.; ¡es que no tiene la menor intención de hacerlo! Sufre una enorme confusión y contradicción internas entre sus anhelos conscientes -a menudo, forzados por la sociedad- y sus verdaderos deseos ocultos.

Por todo ello, en suma, una de las claves de la psicoterapia es ayudar al sujeto a explorar sus contradicciones, a diferenciar lo que cree que siente y quiere de lo que realmente busca a través de esos síntomas que tanto le molestan.

Muchas personas logran recorrer este proceso –profundo y apasionante- por sí mismas. Otras necesitan la ayuda de psicoterapias específicas. Pero siempre merece la pena.

© JOSE LUIS CANO GIL
Psicoterapeuta y Escritor

EL RIO DE LAS EMOCIONES

Las emociones que sentimos son muy poderosas. Si las conocemos mejor podremos encauzarlas y usar su energía de manera creativa.

Cuando nos desbordan las emociones hay una tendencia a negarlas o reprimirlas, haciendo como si no pasara nada. Tener cierto control sobre ellas puede ser conveniente en muchos casos, pero también cabe ser conscientes de que esa actitud no puede mantenerse eternamente. Las emociones son como el agua que corre y busca siempre un camino para abrirse paso. Cuando se reprimen es como intentar contener un río construyendo muros o presas. A pesar de la fortaleza de éstos si se someten a mucha presión, pueden acabar cediendo en época de crecidas.

Un mundo lleno de contradicciones
En el transcurso de la vida, se da una especie de juego entre opuestos: después de la tormenta sale el sol, el sufrimiento lleva a apreciar los pequeños placeres, valoramos más la salud cuando nos enfrentamos a la enfermedad, y la vida no existe sin la presencia continua de la muerte.
Reconocer la existencia de esta dualidad tanto en la naturaleza como en el ser humano es uno de los grandes desafíos de la maduración personal y espiritual. Las emociones funcionan de la misma forma: reímos porque sentimos, pero lloramos también por lo mismo. Lo que está en nuestras manos, por lo tanto, no es decidir qué podemos sentir o qué no, sino qué queremos hacer con todos esos sentimientos que afloran muy a menudo a pesar nuestro.

La contención del cauce
La educación lleva a calificar como negativas o positivas muchas de estas emociones. Cuando un niño se encuentra ante el dilema de elegir entre expresar sus sentimientos y la necesidad de ser aceptado y querido, por lo general elige ésta última opción, ya que necesita pertenecer a un grupo para sobrevivir. Dar rienda suelta a lo que siente conlleva el riesgo de sufrir reproches y castigos. Por eso poco a poco aprende a usar el control para conseguir acomodarse a lo que se espera de él. Es decir, a pesar de sentir o desear una cosa, muestra la contraria.
De esta manera se van relegando al inconsciente todas aquellas cualidades y emociones que la persona considera negativas y que prefiere no aceptar en sí misma. Pero todo lo que es excesivamente negado tiende a irrumpir de manera incontrolada y destructiva. Justamente quienes reprimen su ira son los que más se sorprenden de sus arrebatos de cólera. Y el tener una respuesta tan desmedida lleva a la persona a fortalecer aún más su contención para que no se repita el arrebato, lo que genera un círculo vicioso.
La represión crea un muro defensivo que puede acabar siendo una prisión para el individuo, paralizando incluso la expresión espontánea de sentimientos. El terreno de las emociones, por ser donde más nos mostramos y ponemos en evidencia, se evita especialmente. La persona se puede sentir más segura escondiendo o disimulando aquello que le disgusta de sí misma. Pero esto lleva a vivir en un estado de alerta permanente, para intentar que los actos y expresiones sean siempre conscientes y programados, sin dejar espacio a la espontaneidad.

La emoción es energía
Las emociones que sentimos son muy poderosas, pues activan gran cantidad de energía y cambios a nivel físico y mental. Cuando alguien siente rabia estimula la producción de adrenalina, una hormona que a su vez acentúa la irritación, la tensión e incrementa los latidos del corazón.
El organismo actúa como una unidad, mente y cuerpo son uno lo que ocurre a un nivel afecta a todo el resto. Pero la fuerza que genera con las emociones es totalmente neutra y, por lo tanto, su condición destructiva o creativa está en función de lo que hagamos con ella. En ocasiones puede llegar a herir gravemente a los demás o a uno mismo o, en el mejor de los casos, podemos encauzarla de forma constructiva hacia el servicio de nuestra conciencia y amor.
Nos encolerizamos, sentimos agresividad, alegría, frustración. En realidad seguimos teniendo las mismas reacciones instintivas del hombre primitivo. Pero la sociedad civilizada no favorece la expresión abierta de algunos sentimientos. Entonces esa enorme fuerza que nace del instinto puede transformarse en algo negativo como irritabilidad, hostilidad o incluso problemas físicos o mentales.
Sin embargo, poniendo atención se puede transformar esta energía a voluntad y utilizarla en beneficio propio en lugar de ser víctimas de ella. La rabia o el impulso agresivo, por ejemplo, pueden ser liberados con gritos, danzas, pateando el suelo o cortando leña. Abandonarse a las emociones sin protección, como quien se lanza por una bajada sin frenos, no es solución, pero sí se puede encontrar una forma adecuada de expresarlas.

Encontrar el equilibrio
Existe la ciencia de que si se cede ante una emoción apremiante se pierde el dominio de uno mismo. Pero normalmente cuando se afloja el control uno se da cuenta de que había más fantasía que realidad en tal idea.
Para vivenciar plenamente una emoción es preciso traspasar este temor. En cuanto se reconoce y se deja de oponer resistencia a lo que brota del interior se encuentra una forma saludable de expresarlo. Por ejemplo, muchas personas reprimen su llanto, especialmente cuando están acompañadas. Sin embargo, cuando se permiten llorar comprueban que abrirse de esta forma al sentimiento y a los demás les alivia y libera en lugar de hacerles sentir mal.
Es posible que los muros que uno mismo se ha construido aguanten largo tiempo, pero incluso en ese caso es preciso darse cuenta de que también se está cerrando la puerta a determinadas experiencias que pueden enriquecer la vida.
La estabilidad emocional consiste en lograr ese equilibrio que nos sitúa en el punto justo e intermedio. Igual que hay un momento para contener las emociones, también tiene que haber un tiempo para dejarse llevar por ellas. El reto reside en poder integrar la parte oscura de la consciencia para establecer una relación adecuada, tanto con las propias cualidades como con los aspectos que se rechazan o no se quieren ver de uno mismo.
Mientras el río de la vida siga fluvendo, las emociones nos seguirán sorprendiendo y superando. Aceptarlas y permitirlas es mejor solución que mantenerlas contenidas. Cuando uno consigue expresarse y mostrarse tal como es, las relaciones pueden alcanzar una profundidad mayor. La intimidad y la aceptación que se siente al contactar verdaderamente con otra persona, al poder hablar desde los sentimientos genuinos, hace que uno se sienta renovado. A veces puede costar dar el paso de decir lo que pasa por el interior, pero la mejor recompensa que se recibe es que uno se siente abierto y coherente consigo mismo.
Ser más auténtico significa estar más acorde con los sentimientos y necesidades internos, atreverse a vivir plenamente las propias emociones.
(extraído de la revista CUERPOMENTE)

A mis 48 primaveras...

Esto es parte de mi bagaje, recolectado, en las diferentes estaciones de este maravilloso viaje llamado VIDA...

- Aprendí que la exigencia jamás es el vehículo que conduce a satisfacer un deseo…
- Aprendí que la cobardía no es más que la celda que encarcela el espíritu del amor…
- Aprendí que la arrogancia es la lanza más afilada con la que atravesar la vulnerabilidad del otro…
- Aprendí que sin respeto cualquier verdad se vuelve opaca, y que la mentira no es más que la semilla de la desconfianza…
- Aprendí que cada una de las personas que se cruza en mi camino elige cómo vivir su vida; y que yo, aunque esté en desacuerdo, no tengo el derecho a cambiarla…
- Aprendí que la fantasía de lo que debería ser, me priva de vivir lo que verdaderamente es…
- Aprendí que la comprensión es el más poderoso antídoto contra el dolor…
- Aprendí que complacer a los demás, comportándome como ellos esperan, anula la creatividad de ser verdaderamente quien soy….
- Aprendí que una palabra –aún involuntaria-, en el momento inadecuado, puede ser el candado que cierre las puertas del corazón del otro…
- Aprendí que de nada sirve sembrar palabras en un oído estéril…
- Aprendí que una comunicación sana es una de las formas más bellas de entrega…
- Aprendí que cada vez que juzgo a alguien, en el fondo no hago otra cosa que juzgarme a mí misma…
- Aprendí que olvidar no significa perdonar y que el perdón me libera del yugo de la esclavitud…
- Aprendí que tarde o temprano un amigo, o un amor, acabará decepcionándome con alguna de sus actitudes al igual que yo le decepcionaré a él…
- Aprendí que la humildad es la llave maestra con la que abrir cualquier corazón…
- Aprendí que nada me dignifica más, que acompañar a alguien en su proceso de caos y dolor…
- Aprendí que, a pesar de mis limitaciones, soy libre para decidir qué quiero hacer con mi vida…
- Aprendí que la autocompasión es el verdugo que extermina mi potencial energético…
- Aprendí que prefiero rodearme de seres humildes, de corazón noble, que de seres soberbios sin corazón…
- Aprendí que huir de mí, de lo que siento, es simplemente dejar de crecer…
- Aprendí que para escuchar mi verdad he de viajar más allá de la imagen que proyecto…
- Aprendí que nunca es tarde para tomar otro rumbo, si éste me lleva a conocerme más a mi misma…
-Aprendí, y sigo aprendiendo, que lo importante es todo lo que me queda por aprender…

© María Meilán

SINTIÉNDOME...

Siento mi cuerpo un tanto destemplado porque, sin duda, me han faltado horas de sueño… Con la mirada fija observo el vuelo de las gaviotas y me dejo sentir, proyectando mi silencio en la voz enfebrecida del viento. Me entrego… Viajo con él haciendo escalas durante la misteriosa travesía; tratando de arrancarle al olvido instantes vividos –quizá enmascarados por mi caprichosa memoria, pero grabados en mi piel como pura sensación-. Instantes tan míos. Tan absolutamente míos… Un ligero ronroneo en mi estómago me trae de vuelta… Las gaviotas siguen planeando en las alturas, pero, ahora, mi pecho está abierto de par en par…
©María Meilán

PENSANDO

¿Cuánto dolor somos capaces de soportar, me pregunto, sin salir todavía de mi asombro, después de resistirlo días y noches enteras ininterrumpidamente? (¿Cuánto dolor soportan esas personas que llenan las camas de los hospitales, y otras que ni siquiera tienen analgésicos para aplacarlo?) ¡Dios, me conmuevo con sólo pensarlo! Sin embargo, nada es comparable al dolor del alma, a ese dolor de sabernos solos. Sí, solos con nuestra vulnerabilidad a cuestas. Aceptando que por más angustia que estemos sintiendo, el mundo no se detiene frente a nuestro dolor… Y nos hacemos fuertes (yo más bien diría que nos protegemos tras esa coraza de autosuficiencia), añorando ese abrazo que no tuvimos, esas caricias o mimos a las que aspirábamos, o esas palabras de ánimo que nadie susurró en nuestro oído…Y nos agarramos a cualquier gesto, por pequeño que sea, con tal de no sentir aún más lo verdaderamente solos que estamos... Y acabamos dando las gracias cuando un@ amig@ nos dice por teléfono “Si necesitas algo, ¡llámame!”. Y silenciamos nuestra herida justificándolos por sus tantas ocupaciones... Y ahogamos esas ganas de gritarle: “¡¡Es que no te das cuenta que a quien necesito es a ti!!”.
© María Meilán

ME ENTRETENGO



“El olvido no existe. Todo está grabado en el corazón. ‘Olvidar’ es simplemente cerrar los ojos, mirar hacia otro lado, seguir enfermo”

Sí, me entretengo... cuando salgo del trabajo me busco actividades, al fin y al cabo, siempre hay algo que hacer. Así no pienso, sobre todo, no siento ni padezco... “Esta angustia que me invade también pasará –me digo-. Todo pasa con el tiempo”. En realidad he guardado y guardado tanto en las salas del olvido: recuerdos, dolores, heridas... ya no sé quién soy ni qué soy... por eso me entretengo, intento aferrarme a lo que conozco de mí, así voy acallando, una y otra vez, mi inseguridad, mis culpas, mi incapacidad, y voy llenando mi soledad, aunque sigo sin saber qué hacer con mi hijo, mi relación fallida, mi trabajo y con esta intranquilidad. Mientras tanto, me desconecto de mí –dejo de ser-, y me ratifico en esta falsa seguridad que me coloniza suavemente la vida... Y si el dolor en algún momento me delata, me dejo envolver rápidamente por los tranquilizantes brazos de la autocompasión, incluso manipulo a los míos responsabilizándoles de mi infelicidad –al fin y al cabo si no fuera por ellos yo no sufriría-. Y la autocompasión me devuelve con embaucadores susurros a mi letargo cotidiano.

¿Conocerme? ¿Quién quiere conocer a ese ser que soy? Me conozco suficientemente para desenvolverme en mi día a día, para qué quiero conocer todo eso de mí que se oculta en la oscuridad de mi recamara... Además, ¡temo tanto a la oscuridad! Es en la oscuridad donde afloran los fantasmas, los presentimientos, la angustia, el dolor, la culpa, la vergüenza, la dificultad... por eso huyo de ella con mis tantas distracciones: salgo de compras, mantengo relaciones superficiales, me río, veo tele... y para relajarme cuando ya me siento agotada, le doy unas caladitas a un peta y sus efectos me adormecen dulcemente en la nada... Mañana será otro día, y pasado otro... De nada sirve comerme el coco... pensar, sólo me hace más daño. Ya habrá tiempo para deshacerme de eso que me atormenta, llorar mi decepción, aguantar el tirón de la impotencia, reflexionar acerca de mis motivaciones, pedir perdón, aclarar mis sentimientos.

De momento pensar me confunde, me agota. Así es que me entretengo enredándome con los asuntos de los demás porque los que me rodean, pobres, están peor que yo. A veces también me entretengo y me divierto desenmascarando –con cierta dosis de sarcástico humor- en los demás eso que tanto oculto de mí misma. Al fin y al cabo yo, desde mi máscara, controlo perfectamente lo que me pasa y no tengo necesidad de hablar de mis sentimientos, de lo que percibo, de lo que me da miedo... Sólo que, a veces, la vida me reta colocándome frente a lo silenciado o ante lo evidentemente negado, me adentra en mi propia piel, en esa insatisfacción –no sé muy bien a qué se debe-que me amarga la existencia y me mantiene en constante alerta y actitud defensiva. Entonces me refugio –huyo- fantaseando con ese día en el que aparecerá alguien que me comprenda, que me acepte como soy, y que llene mis carencias. Alguien que me proteja de mis males, de mí misma.
© María Meilán

COMO EL FILO DE UNA CUCHILLA


"Entre las orillas del dolor y el placer fluye el río de la vida. Sólo cuando la mente se niega a fluir con la vida y se estanca en las orillas, se convierte en un problema. Fluir quiere decir aceptación –dejar llegar lo que viene y dejar ir lo que se va. No desee, no tema, observe cómo y cuándo sucede, puesto que usted no es lo que sucede, usted es a quien le sucede."

¿Cuánta intensidad de presencia es necesaria para aprehender ese instante que se ha esfumado fugaz cuando apenas si me había hecho consciente de su existencia? Percibo su eco en el aire ya convertido en recuerdo y me doy cuenta de que se me ha escurrido como el agua, como el humo. ¿Cuán real me tengo que volver para que todo sea real? ¿Qué fuerza hará que el tiempo se detenga y devenga todo un presente eterno? Pero no, mi atención se pega a ese acontecimiento que dibujó sus contornos con más fuerza y lo intenta atrapar convirtiéndolo en imagen sólo existente en mi memoria. Y así construyo mi sueño y me alejo más y más de la realidad. El pensamiento no es más que ese polvoriento archivo de imágenes a las que me aferro y que me ocultan la intensidad de la existencia. Como ese ojo que va saltando de detalle en detalle del entorno que discurre ante él, incapaz de percibir el puro movimiento. Así transcurre nuestra vida, disecamos instantes para saborear su aroma viejo; construimos sueños en un intento vano de fabricarnos el perfume de un momento temido o anhelado. Mientras tanto, deslizándose por un cauce tan fino como el filo de una cuchilla, transcurre a nuestro lado la vida. Y es que para vivir el presente continuo, hay que dejar que todo se vaya, abandonarlo todo segundo a segundo. Renunciar a ese beso tan hermoso, esa
mirada que inundó mi cara, ese rayo de sol entibiando mi cuerpo. Todo debo perderlo para tenerlo todo.

En el momento en que desapareciste de mi mirada, me di cuenta de que ya eras recuerdo. Y ese recuerdo, sueño en el que podía desaparecer. Al mismo tiempo, me di cuenta de la cadencia de mis pasos acariciando el asfalto de una calle salpicada de sol. Aparecía de nuevo el presente. Renuncié a tu recuerdo para tenerme a mí. Me acuesto en mi cama, las luces ya apagadas y yo sumergida en la penumbra. Entonces aparecen tus besos como mariposas nocturnas rodeando mi cara.Noto mi corazón latir; descubro el peso de mi cuerpo y la energía hormigueando en mis contornos. De nuevo la fuerza del presente borra mi sueño de besos alados y secos. Un ciudad ajena, un café de espacios iluminados, un torso rotundo y pleno coronado de blanquísimos cabellos. Percibo su mano recorriendo un papel en finísimos trazos. No veo su rostro, no sé nada de él, pero llega hasta mí la clara certeza de que ese es un ser hermoso. Mi mirada posada en su espalda llama a su mirada y por un brevísimo instante se produce el encuentro. Vuelve él a sus escritos y yo a mi lectura. Al marcharse nos saludamos como viejos compañeros. De mis labios se desprende una sonrisa de reconocimiento. Un retazo de vida que ya se esfumó. Lo deposito en este papel para que no me impida volver al presente.
© Carmen Vázquez